20 JUL 2023 a las 10:02 AM
Almendralejo-Madrid
Aquella tarde atravesé el parque de La Piedad como si entrara en la habitación de un bebé dormido, caminando lentamente y de puntillas. En el instante preciso en que me detuve frente a la puerta de la ermita, sonaron las campanas. Sonreí y dejé caer unas lágrimas como quien suelta, distraído, una limosna.
Habían pasado veinte años desde la última vez que había visitado el pueblo, del que huí también llorando porque mi pez de colores había decidido saltar fuera de su pecera, recalentada ésta por la histeria del sol de agosto. La muerte de mi abuela me había traído de nuevo, permitiéndome detenerme allí, durante unos minutos, para dar las gracias y decir adiós: siempre la muerte como motivo para marcharse o para volver.
En Madrid, se llaman “gatos” a las personas nacidas en la ciudad y cuyos padres y abuelos también nacieron en Madrid. Son escasos y yo tampoco soy uno de ellos. Desde Madrid, el pueblo parece un lugar lejano donde se desayunan migas con café y donde la gente mastica palabras tiernas y dulzonas como “coile”, “fanega” o "cadacé".
Mi abuela me había contado muchas veces cómo habían llegado a Madrid de Almendralejo, y yo decidí grabar su relato cuando intuí que ya no tendría muchas más oportunidades de escucharlo. No sé cuántas veces le pedí que me lo contara y por qué necesité escucharlo tanto. Lo concebía como el prólogo de mi vida, como algo que debía releer una y otra vez para entender de dónde venía este cuerpo germinado en las lindes de la M-30.
Mientras vuelvo a escuchar su relato, pienso en el Tango de la Menegilda y canturreo. Dudo que mi abuela lo conociera. Ella tuvo que servir y yo no. Yo también tengo a alguien que me plancha las camisas. A esto lo llaman “ascensor social”: al deseo de dejar de ser quien le plancha las camisas a otros; al deseo de que tus hijos no tengan que planchar sus propias camisas y puedan dedicarse a otra cosa. Por ejemplo, a escribir poesía.
Ella no podrá leer este poema porque yo he tardado demasiado tiempo en querer escribirlo. Preferí sus abrazos a la escritura. Preferí su bolso lleno de galletas. Preferí llamarla cada día durante el confinamiento sin saber cómo responder a sus preguntas: -¿cuándo nos van a dejar salir? ¿cuándo vuelves, Currito?-. Preferí quedarme a su lado para reírnos juntos, de manera cómplice, mientras le pelaba y troceaba una pieza de fruta, dándonos cuenta de cómo, con los años, los roles se habían invertido. Preferí quedarme a su lado para recordarle que no estaba en el Hospital de Mérida, sino en el de La Paz. Preferí quedarme sin buscar las palabras para definir aquello que estábamos viviendo, permaneciendo en ese instante, chicloso, entre la hora de la merienda y la hora de la cena.
Soy tan ella y tan otro, tan perrunilla y tan cookie, tan recebo y tan veggie, tan anís y tan agua con gas. De mi abuelo conservo el nombre, un reloj plateado y la costumbre de llevar un peine en el bolsillo trasero del pantalón. El día que murió, vi mi propio nombre (que también era el suyo y el de mi padre) escrito en una lápida, y entendí que aquél que durante años me había llamado “maestro”, me estaba dando una última lección: mi nombre también será un día el nombre de un muerto.
La materia de este poema es ese ya no estar. Su invocación. La expulsión de la teoría que trata de calmarlo.La absorción de los ayeres en un presente neutro. El sedimento de lo que ya no puede ser: que mi abuela vuelva a contarme la historia de cómo llegaron a Madrid de Almendralejo o que mi abuelo vuelva a llamarme "maestro".
Antes de que murieran, quise adelantarme al adiós y me grabé cantando su villancico favorito con el torso desnudo, enredado en una alambrada de luces de Navidad. Lo llamé "videoarte" y así canté lo que ya no cantaríamos, no sólo por su futura ausencia, sino porque la cercanía nos hacía daño y sólo de lejos o en segundos de estrecho abrazo éramos capaces de querernos.
Así la familia, así el amor.
Por ellos callé tanto, sonreí tantas veces sin ganas, dije amén tantas veces sin fe que… También hay alivio en las despedidas.
#CreadoresEscritura
Habían pasado veinte años desde la última vez que había visitado el pueblo, del que huí también llorando porque mi pez de colores había decidido saltar fuera de su pecera, recalentada ésta por la histeria del sol de agosto. La muerte de mi abuela me había traído de nuevo, permitiéndome detenerme allí, durante unos minutos, para dar las gracias y decir adiós: siempre la muerte como motivo para marcharse o para volver.
En Madrid, se llaman “gatos” a las personas nacidas en la ciudad y cuyos padres y abuelos también nacieron en Madrid. Son escasos y yo tampoco soy uno de ellos. Desde Madrid, el pueblo parece un lugar lejano donde se desayunan migas con café y donde la gente mastica palabras tiernas y dulzonas como “coile”, “fanega” o "cadacé".
Mi abuela me había contado muchas veces cómo habían llegado a Madrid de Almendralejo, y yo decidí grabar su relato cuando intuí que ya no tendría muchas más oportunidades de escucharlo. No sé cuántas veces le pedí que me lo contara y por qué necesité escucharlo tanto. Lo concebía como el prólogo de mi vida, como algo que debía releer una y otra vez para entender de dónde venía este cuerpo germinado en las lindes de la M-30.
Mientras vuelvo a escuchar su relato, pienso en el Tango de la Menegilda y canturreo. Dudo que mi abuela lo conociera. Ella tuvo que servir y yo no. Yo también tengo a alguien que me plancha las camisas. A esto lo llaman “ascensor social”: al deseo de dejar de ser quien le plancha las camisas a otros; al deseo de que tus hijos no tengan que planchar sus propias camisas y puedan dedicarse a otra cosa. Por ejemplo, a escribir poesía.
Ella no podrá leer este poema porque yo he tardado demasiado tiempo en querer escribirlo. Preferí sus abrazos a la escritura. Preferí su bolso lleno de galletas. Preferí llamarla cada día durante el confinamiento sin saber cómo responder a sus preguntas: -¿cuándo nos van a dejar salir? ¿cuándo vuelves, Currito?-. Preferí quedarme a su lado para reírnos juntos, de manera cómplice, mientras le pelaba y troceaba una pieza de fruta, dándonos cuenta de cómo, con los años, los roles se habían invertido. Preferí quedarme a su lado para recordarle que no estaba en el Hospital de Mérida, sino en el de La Paz. Preferí quedarme sin buscar las palabras para definir aquello que estábamos viviendo, permaneciendo en ese instante, chicloso, entre la hora de la merienda y la hora de la cena.
Soy tan ella y tan otro, tan perrunilla y tan cookie, tan recebo y tan veggie, tan anís y tan agua con gas. De mi abuelo conservo el nombre, un reloj plateado y la costumbre de llevar un peine en el bolsillo trasero del pantalón. El día que murió, vi mi propio nombre (que también era el suyo y el de mi padre) escrito en una lápida, y entendí que aquél que durante años me había llamado “maestro”, me estaba dando una última lección: mi nombre también será un día el nombre de un muerto.
La materia de este poema es ese ya no estar. Su invocación. La expulsión de la teoría que trata de calmarlo.La absorción de los ayeres en un presente neutro. El sedimento de lo que ya no puede ser: que mi abuela vuelva a contarme la historia de cómo llegaron a Madrid de Almendralejo o que mi abuelo vuelva a llamarme "maestro".
Antes de que murieran, quise adelantarme al adiós y me grabé cantando su villancico favorito con el torso desnudo, enredado en una alambrada de luces de Navidad. Lo llamé "videoarte" y así canté lo que ya no cantaríamos, no sólo por su futura ausencia, sino porque la cercanía nos hacía daño y sólo de lejos o en segundos de estrecho abrazo éramos capaces de querernos.
Así la familia, así el amor.
Por ellos callé tanto, sonreí tantas veces sin ganas, dije amén tantas veces sin fe que… También hay alivio en las despedidas.
#CreadoresEscritura
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